Programa023
Ya han pasado unos cuantos meses desde que emprendimos la aventura de “Adriano, Sesión Continua”, y la verdad es que la concepción del territorio que rodea al cine, ha ido transfigurándose poco a poco desde mi forma de entenderlo. A medida que recogía testimonios, pequeñas fotos, entradas, historias, sonidos, etc. etc. el hilo conductor sobre el que quería tejer mi historia cobraba cada vez más fuerza transformando tanto el territorio emocional como el físico sobre el que se asienta el cine.

En estos meses hemos asistido impávidos a la acción implacable de la lluvia del invierno sobre el cine y a como a velocidad de vértigo hacia mella sobre él. Bajo el soniquete de la lluvia al golpear la azotea, un pálpito nos previene de que quizá este contenedor de memoria no alcance a superar más de dos inviernos.

Sinceramente, esto no sé si me enfada o me hace languidecer aún más frente a la pasividad estúpida e incomprensible de nuestra comarca a la que en algún punto no muy lejano, pronto me cansaré de defender, porque aunque la defiendo como una madre a su hijo, con ese punto de sinrazón que surge del amor, se me acaban los argumentos. Esto ya camina hacia un declive que no sé si tendrá vuelta atrás. Y no se crean que voy a hacer otra distópica descripción de Ferrolterra como un nuevo Detroit, al igual que muchos se han cansado de proclamar. No lo haré. Principalmente porque Ferrol no es ni será nunca Detroit.

Y lo más triste es que no lo será porque no tiene ni siquiera la voluntad de serlo, no existe ni una mínima conciencia de recuperación, como puede existir en la susodicha ciudad. Aquí, hablar de la “reutilización” o “recuperación” es como cuando menos, un misterio, si cabe más críptico que el hecho de dónde se esconde la gente que abarrota en Navidad, Semana Santa y verano el barrio de la Magdalena el resto del año (pero esto ya es otro tema, y perdonen el cinismo).

Siempre he tenido conciencia de la reutilización como una necesidad para conservar tanto la identidad como la memoria de una ciudad, como un medio de dotar a una ciudad de dignidad, pero aquí parece que siempre hablar de este tema ha sido como quen oe chover, y que se prefiere atender a otros intereses, que yo sigo sin tener muy claros, pero que desde luego no son ni la ciudad, ni son ciudadanos.

Un ejemplo de esto, fue el derribo de la fábrica de lápices “Hispania” para construir medio centenar de viviendas privadas. Haciendo caso omiso de ciudadanos, entendidos, etc., el ayuntamiento decidió derribar esta bella fábrica a pesar de ser un edificio emblemático de estilo racionalista y que además contenía un valor social para la zona por ser vestigio de la memoria del trabajo, y que a mi modo de ver podría haber sido intervenido y reutilizado como contenedor de un ente de carácter social, cultural, de ocio o ambos.

Ni valor sentimental, ni patrimonio del trabajo (ése que ahora tampoco existe), ni patrimonio artístico, se derribó y ahora en su lugar hay una preciosa explanada en la que ya crece la hierba y que más que un lugar, es un no lugar. Típico. Pero no es un ejemplo más de la incapacidad de esta ciudad de gobernarse o hacer las cosas con juicio (que quieren que les diga de la malograda plaza de España, o del desaparecido Pazo de Barallobre).

Pero no quiero irme del tema principal que en este caso es el cine Adriano, una vez más nos topamos con una posibilidad de hacer bien las cosas, de conservar nuestra memoria y no caer en un nuevo asesinato de la misma, pero parece que el tiempo pasa y nuestro viejo amigo, cada vez le cuesta más hacerle frente a sus achaques y no parece que nadie quiere darle una nueva vida y mezclar sus memorias, con unas nuevas que le hagan revivir aquellas tardes de cine, porque verán, ¿no echan de menos aquella época en la que eran espectadores y no consumidores encerrados en un horrible centro comercial en busca de una pantalla?. Piensen en ello, Adriano aún les puede ofrecer la oportunidad de ser espectadores de nuevo… y recordar lo que se sentía.

Yo por ahora, con miedo a tener que entonar otro réquiem, sigo recogiendo los vestigios de la memoria de este lugar, para que en el futuro cuando alguien se pregunté qué fue de Ferrol y de Ferrolterra, sea consciente que algún día aquí hubo historia, belleza y memoria y que no era en absoluto, el amasijo de hormigón pulido en el que se convirtió con el tiempo y que se tragó la poca identidad que aún le quedaba a los ferrolanos.